jueves, 17 de noviembre de 2011

Mi ex me tiene sentenciada a muerte.

El día ha amanecido soleado en la localidad vizcaína de Mendata. Un coche desciende por el empinado sendero que conduce a la quesería Erreketa, donde se hacen «los mejores quesos del planeta», como se promociona esta pequeña empresa familiar dedicada a elaborar queso con la leche que obtiene de las 250 cabras criadas en su propia granja. Malena Cangas atisba desde la ventana del caserío y da un suspiro de alivio. Es Pedro, el escolta que la protege «desde hace un año y dos meses» contra el hombre que ha jurado acabar con su vida, el mismo del que se enamoró a los 16 años, con el que se casó a los 22, con el que tuvo dos hijos y con el que levantó la quesería. Ella no duda de que acabará cumpliendo su amenaza. O, al menos, de que lo intentará. «Me tiene sentenciada a muerte, a acabar antes que él».
Malena está catalogada por el Gobierno vasco como una víctima de alto riesgo. Es decir, una persona que necesita la protección constante de un guardaespaldas al tener muchas posibilidades de morir asesinada a manos de su expareja. Aunque ha perdido intimidad, reconoce que ahora vive «mucho más tranquila». En estos momentos, en Euskadi hay 48 mujeres en sus mismas circunstancias. Además, al igual que otros 25 agresores, el exmarido de Malena porta una pulsera localizadora por GPS; si se acerca a su víctima más de la cuenta, pita un dispositivo en manos de ella.
El caso de Malena es uno de los más graves que atienden en estos momentos los responsables de Interior. El infierno para esta mujer, que ahora tiene 54 años, comenzó «con un mordisco» cuando eran novios. «Solo era una adolescente y estaba completamente enamorada. Notaba algo raro en él, pero no quería verlo». Se casaron con 22 años y las vejaciones, las humillaciones, los insultos se convirtieron en su rutina diaria. «Le gustaba decirme que yo no valía para nada, que no le llegaba a la suela del zapato, que era una piojosa asquerosa». También las agresiones físicas, las palizas que, si dejaban secuelas, eran camufladas bajo una oportuna capa de maquillaje. Pero no se atrevía a denunciarle. «Por miedo. También porque las víctimas buscamos excusas para justificarle: que si estará enfermo, deprimido...»
La actitud de Malena no es una excepción. De las 1.952 mujeres atendidas en la primera mitad del año por la Ertzaintza, algo más de una cuarta parte optaron por no presentar denuncia contra su agresor (515) a pesar de constar un atestado policial sobre su caso. Aún así, cada hora 15 mujeres acuden en España a una comisaría para abrir diligencias por maltrato, según los datos del Observatorio contra la Violencia de Género vinculado al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En números absolutos, el pasado año se interpusieron 135.540 denuncias; es decir, 371 cada día. Pero el proceso al que se enfrentan quienes deciden dar el paso no es fácil;un 19% de las vascas que presentaron una denuncia se echaron atrás y la retiraron, un porcentaje que dobla al de la media española. El supuesto arrepentimiento del maltratador o la falta de independencia económica son algunas de las razones que explican una decisión que las víctimas pueden acabar pagando con la vida.
«Ya verás lo que te espera»
«A mí nunca me pidió perdón», recuerda Malena. En su caso, fue la Ertzaintza la que optó por poner su caso en manos de la Justicia tras «ver el panorama que había en casa». Fue hace dos años, tras una brutal agresión. «Me empotró contra la puerta y me dejó hecha un cromo, sangrando de los brazos. Como solía ocurrir tras uno de sus ataques, salió de casa como un loco, derrapando con el coche. Yo tenía miedo de que tuviese un accidente y se llevase a alguien por delante, así que llamé a la Ertzaintza suplicando que vigilasen esa matrícula».
Los agentes sospecharon que Malena era una víctima de violencia machista y no se equivocaron. Una patrulla acudió a su domicilio. «Me dijeron que si no denunciaba yo lo hacían ellos». Al día siguiente se presentaron dos asistentas sociales en el caserío, animándola a confiar en la Justicia. «Yo les dije:‘sí, vale, pero poneos en mi lugar. En cuanto ponga la denuncia, él, que sigue viviendo en casa, me mata’». Pero el proceso continuó su curso y un día llegó una carta del juzgado. Malena tuvo que presentarse ante el juez, temblando. Fue con él. Sentada a su lado, el magistrado le interpeló. «‘Veo que estáis juntos, ¿le has dado una segunda oportunidad?’, me dijo. Yo pensé: si le digo que sí, me libro de la paliza; si le digo que no, me mata». Evidentemente, contestó que sí. Malena y su agresor volvieron a casa, juntos. «Ya verás lo que te espera», le advirtió él.
Esa situación de evidente coacción a la víctima jamás debería haberse producido según el espíritu de la Ley Integral de Violencia de Género, una de las pocas normas aprobadas por unanimidad durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, que ha hecho de la lucha contra el maltrato machista uno de sus estandartes. La normativa ha traído indudables ventajas, como la creación de los juzgados específicos o compensaciones económicas para las víctimas. Pero, tras seis años de aplicación, la ley ha demostrado hacer aguas por demasiadas líneas de su articulado, abierto a interpretaciones sesgadas y poco ortodoxas de algunos jueces.(FUENTE: EL CORREO.com).

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