miércoles, 11 de septiembre de 2013

Ertzainas se reúnen cada 31 de agosto desde hace once años para festejar que siguen vivos.

«Una cosa que yo siempre me he preguntado es '¿por qué nos libramos?'». Ertzainas del grupo 5 de la comisaría de Bilbao se reúnen cada 31 de agosto desde hace once años para festejar que siguen vivos. El 31 de agosto de 2002 ETA planeó hacer estallar una bomba con 35 kilos de dinamita titadine al paso de una furgoneta policial –aquel día iban dentro siete agentes– que se dirigía por la calle Zamakola al centro para toxicómanos de Hontza. «Los desactivadores nos reunieron tiempo después de aquello y nos dieron dos opciones: un fallo (en la bomba), que por algún motivo se apagara el receptor; o que funcionó el inhibidor. 'Quedaos con la que mejor os deje dormir', nos dijeron».

Óscar, el policía que conducía, vio un vehículo sospechoso, tuvo «una corazonada» y encendió «el inhibidor», recuerda. Los artificieros de la Ertzaintza consiguieron desactivar el artefacto horas después. «Id a celebrarlo porque habéis vuelto a nacer», les advirtieron. EL CORREO les acompañó en el último encuentro, celebrado en la medianoche del pasado viernes 31 de agosto en el mismo bar de Bilbao que siempre, al que asistieron una veintena de ertzainas. «Pudimos haber volado por los aires, pero seguimos aquí, en el mismo trabajo, y hay que celebrarlo». «Lo bueno es que está pasado y casi hasta olvidado», dicen después de haber conmemorado la fecha ya en once ocasiones. Cada Navidad desde entonces juegan al 31.802, «y no nos ha tocado nunca ni dinero atrás», sonríen. 

De los siete agentes que iban en la furgoneta del conocido como 'dispositivo Palanca', creado para patrullar de forma especial por el barrio de San Francisco en 1996, cinco acudieron a la última cena, aunque sólo tres permanecen aún destinados en Bilbao. El resto trabaja ahora en Sestao y en la Brigada Móvil. Tenían entonces entre 30 y 40 años; hoy tienen once años más y muchas anécdotas que contar del trabajo diario del patrullero en la calle. «Doblas una esquina y te la estás jugando, no sabes si vas a acabar arrastrándote por el suelo con uno», apunta Rafa. 

Sus compañeros de grupo, entre ellos cuatro aguerridas mujeres, les arroparon desde el primer momento, pero echaron en falta algún acto de apoyo de la Jefatura de entonces. Recién nombrado, el consejero Rodolfo Ares acudió a la comida en una ocasión, después no volvió, y hace dos años invitaron a Josu Puelles, hermano del responsable de Información del Cuerpo Nacional de Policía, Eduardo Puelles, asesinado con un coche bomba en La Peña. Con información facilitada por una patrulla de la Ertzaintza, Puelles y sus compañeros detuvieron a los responsables de este atentado, que hoy en día cumplen condena en prisión.

«Un ángel»

Aquel 31 de agosto de 2002 tenían turno de noche, pero entraron antes porque había convocada una manifestación de HB, «de las grandes», y formaban parte del dispositivo. Les tocó cubrir la puerta trasera de los juzgados. Hacía pocos días que el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón había ordenado a la Ertzaintza clausurar las sedes de Batasuna y el Cuerpo temía un ataque inminente como represalia contra alguno de sus miembros.

«Aún recuerdo la disposición de la furgoneta, cómo íbamos sentados, yo detrás del conductor», confiesa uno de los mandos. En el 'briefing' (la reunión previa a salir a patrullar) les informaron de que tres hombres que se identificaron como etarras habían secuestrado a un transportista y le habían dejado atado a un árbol en Dima, llevándose su furgoneta, una 'Volkswagen Transporter' de color azul, y les facilitaron el número de matrícula. Le advirtieron de que se despidiera del vehículo porque lo iban a utilizar en un atentado. ETA planeaba una acción inminente porque ni se molestó en cambiar la placa. Aquel hombre desconocido, al que los ertzainas consideran «un ángel», logró desatarse y comunicó lo ocurrido a la comisaría de Durango. Gracias a eso los ertzainas de Bilbao salvaron la vida. Y también gracias a Óscar, nombre ficticio del conductor de la furgoneta policial. (Los nombres utilizados en este artículo no son reales porque algunos de sus protagonistas prefirieron no revelar lo ocurrido a sus familias para no preocuparles. «Si se lo digo a mi ama, se queda en el sitio», argumenta uno). 

«Este pimpollo estuvo sembrado», dicen en referencia a Óscar. «Ese día me lo tomé muy en serio, tuve una corazonada», asume él. Desde hacía un año, todas las tardes se dirigían por el mismo camino, no había otra alternativa, al centro Hontza. Los vecinos se oponían a la apertura del centro para toxicómanos y se registraron algunos incidentes. Los ertzainas del 'dispositivo Palanca' establecían un cordón para que los usuarios pudieran entrar en el servicio, que abría a las nueve y media de la noche. Tiempo después, la Ertzaintza interiorizó la instrucción 53, por la que se suprimían rutinas y se tomaban precauciones ante posibles emboscadas.

«Cuando enfilábamos la calle Zamakola en dirección hacia Hontza, Óscar divisó una 'Transporter' azul como la sospechosa aparcada en línea a la izquierda; al acercarse a unos dos metros vio las letras y «el tercer y cuarto dígito de la matrícula» y frenó en seco. «¡Que es esa, que es esa!», espetó. Sus compañeros abrieron las puertas traseras con la intención de bajarse. Les seguía un autobús de línea. Entonces, alguien gritó: '¡Tira, tira!' y «di al inhibidor», recuerda Óscar. Las patrullas llevaban un aparato portátil, una especie de walkie-talkie con una pestaña para activarlo que anulaba una frecuencia. Pasaron junto a la 'Transporter' aguantando la respiración. Están convencidos de que la rapidez de reflejos de Óscar les salvó la vida, aunque él opina que el mérito fue del transportista que se liberó y dio la voz de alarma. «Intentamos dar con él para invitarle a la cena, pero no le localizamos». 

Detuvieron la furgoneta debajo del puente de Miraflores, desde donde un etarra era el encargado de hacer estallar la bomba mediante control remoto. Los siete de la furgoneta y sus compañeros de turno cortaron la circulación, acordonaron la zona y desalojaron los edificios cercanos mientras esperaban la llegada de los artificieros. «Uno de los desactivadores miró en el interior de la furgoneta y salió corriendo». Dentro había una olla con 35 kilos de explosivo y metralla. «Pese a que la furgoneta era semiblindada, nos habría destrozado a todos», sentencia Rafa. Los de explosivos lograron desactivarla sin hacerla detonar, de forma que no eliminaron huellas. 

«Nos propusieron que nos fuéramos a casa, pero todos nos quedamos». Al llegar a la base, el jefe de operaciones les dio la enhorabuena y les facilitaron el teléfono de los psicólogos del Departamento. «He intentado pasar por encima, no profundizar, porque si me ponía a pensar... se me iba la cabeza», se emociona Rafa, padre de dos niñas que entonces tenían pocos años, pese al tiempo transcurrido. Él no llegó a coger ni un día de baja. «Tiendes a apartarlo»; «es como una película para recordar»; «hay que pasar página», añaden los demás. La mejor terapia la hicieron con las largas charlas que mantuvieron en la propia furgoneta. 

Al día siguiente, Óscar cogió una mata de rosal de la zona donde se encontraba aparcada la furgoneta-bomba. «La sigo teniendo en casa, está superfrondosa», detalla. (FUENTE: EL CORREO).

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